martes, 30 de abril de 2013

ABAD FACIOLINCE, Héctor El olvido que seremos


ABAD FACIOLINCE, Héctor El olvido que seremos, Seix Barral, 2007. ( BUC. Extrabuc LHgABA, H.)

        Héctor Abad es escritor y periodista y trabaja en la revista Semana de Bogotá.

        La novela de este reconocido autor colombiano, exiliado en Italia y actualmente de vuelta a su país, es un homenaje a la memoria de su padre, médico, asesinado por los paramilitares en el centro mismo de Medellín, víctima de su compromiso con la defensa de los derechos humanos.

       Narra la lucha diaria de un hombre vitalista, muy querido por todos; una persona íntegra, que se juega la vida por la justicia, que está lleno de coraje y de miedo a la vez. La conmoción ante el crimen y el dolor de la pérdida son tan grandes que su hijo tarda 20 años en poder escribir este libro, que concibe como una deuda en la que se suman el amor, la admiración y el respeto.

       Padre e hijo han disfrutado de un fuerte vínculo y similares ideas, de modo que el relato es conmovedor en el plano de los sentimientos y una buena crónica de la violencia en este país castigado por unos y otros: militares y paramilitares, guerrilleros y sicarios, gobernantes corruptos y criminales impunes.

       Abad Faciolince, también expulsado de la Universidad por un artículo irreverente contra el Papa, y también amenazado de muerte, parece que ha heredado de su padre el miedo, pero también la valentía necesaria para combatirlo. Lo dice él mismo. El miedo a los que siguen ahí, a los que matan para que la verdad nunca se sepa, para silenciar a los luchadores.
 
       La siguiente cita textual expresa la amargura ante la ignominia silenciada y la esperanza en las palabras como único y último recurso:

       “Sus asesinos siguen libres, cada día son más y más poderosos, y mis manos no pueden combatirlos. Solamente mis dedos, hundiendo una tecla tras otra, pueden decir la verdad y declarar la injusticia. Uso su misma arma: las palabras. ¿Para qué? Para nada: o para lo más simple y esencial: para que se sepa. Para alargar su recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo. (pág. 255) (…) “de mi papá aprendí  algo que los asesinos no saben hacer: a poner en palabras la verdad, para que ésta dure más que su mentira. (pág. 259).

 

lunes, 22 de abril de 2013

MATEO DÍEZ Luis, La gloria de los niños


MATEO DÍEZ Luis, La gloria de los niños, Alfaguara, Madrid, 2007.

        (Propiedad de la BUC)

        Esta novela corta del reconocido escritor leonés (Villablino, 1942. Premio Nacional de Literatura y Premio de la Crítica) relata en 62 breves capítulos la aventura de un niño en la dura posguerra, cuando recibe el mandato de su padre moribundo para que busque a sus hermanos perdidos en la desbandada de la represión.

       Hay una cierta aureola de los cuentos populares y mucha ternura en este relato de tintes neorrealistas. Un niño todavía muy pequeño que supervive a duras penas en la terrible calle de la orfandad y que debe asumir una tarea de persona mayor, un niño heroico que no sabe que lo es. Pulgar encuentra por fin a sus hermanos y, sin darse a conocer, sin abrazarlos (ahí radica su grandeza), los deja “colocados y juntos en una familia de adopción.

       A través de sus andanzas y penurias, Luis Mateo hace una profunda y poética indagación en la infancia (es también recomendable Dias del desván, 1997) y en la dureza del desamparo para decirnos, a fin de cuentas y a pesar de todo, que cree en la inocencia y en la bondad. A este respecto dice una cosa que me parece definitiva:
 
       Los buenos siempre acaban siendo los dueños del mundo, porque las razones de la bondad son las que corresponden al corazón humano. Es la confianza en la bondad la que hace mejor al hombre”.

        Con igual entusiasmo habla sobre la fuerza de la inocencia:
 
-            “sois los niños quienes con más pureza miráis la vida, sin que los presentimientos y los malos sueños os la roben.” (p. 25).

 

MARSILLACH, Adolfo, Tan lejos, tan cerca


MARSILLACH, Adolfo, Tan lejos, tan cerca, Tusquets, Barcelona, 1998.

        Adolfo Marsillach (Barcelona, 1928- Madrid, 2002), actor y director de teatro.
   
       Este libro de Memorias ganó el Premio Comillas. Está bastante bien escrito, ingenioso, ameno, con retratos y observaciones inteligentes, en ocasiones irónicas y burlonas. Su dedicatoria es prueba de ello: “A mis padres, a mis hijas, a mi mujer… y al teatro. Y también a todos los que, después de leer este libro, dejarán de saludarme”.

       Son 574 páginas y no cansa. Si te gusta el teatro y su mundillo. Uno de los artilugios biográficos que usa es que modifica los nombres de las varias mujeres con quienes ha mantenido una relación sentimental. Finalmente se casa con Mercedes Lezcano.

          Entre las muchas jugosas anécdotas que cuenta, me llama la atención la que se refiere a Fernando Arrabal, quien retira a última hora la autorización de su primer estreno en España, El arquitecto y el Emperador de Asiria, que estaba ya casi a punto de celebrarse en Barcelona. Los hechos suceden en diciembre de 1976 (p. 384). Le tilda de inmoral, torpe, hipócrita y megalómano, porque envía un telegrama utilizando a los presos políticos antifranquistas como excusa para no asistir a los ensayos de la obra.”Volveré sólo cuando estén todos en libertad. Stop”.

          Lo que buscaba Arrabal en realidad, afirma sin ambages, era la suspensión del espectáculo en Barcelona porque había firmado un contrato en exclusiva con un empresario madrileño, Antonio Redondo, para estrenar en la capital todas sus obras. A este propósito del dramaturgo sirven, según mantiene Marsillach, el profesor Ángel Berenguer y una hermana de Arrabal, quienes graban sin permiso de Marsillach una representación de El Arquitecto como “prueba” de la zafiedad manipuladora del director Gruber de quien Marsillach sería supuestamente cómplice. Marsillach, bien defendido por Jiménez de Parga, le planta cara y le acusa en público repetidas veces. Una de las supuestas manipulaciones para esta repentina retirada del cartel catalán era que habían eliminado una escena de la obra en la que uno de los actores, Prada, debía defecar en escena y el otro, Marsillach, calzarse un preservativo en plena representación. Cierto era que no estaban de acuerdo en la estética teatral propuesta, porque frente a la ceremonia “pánica” arrabaliana, Marsillach proponía la distancia como elemento de reflexión, la suma de la “crueldad” de Artaud junto a la “extrañeza” de Brecht (p. 386).

          Las dos citas siguientes debieran figurar en toda enciclopedia del teatro:

           “El problema no tiene solución: la vanidad es imprescindible para ser actor –o actriz-, pero es un fastidio que las actrices –o actores- sean tan vanidosos. (p. 22).
             
       “Los buenos actores crean a partir de sus propias cicatrices y a mí aún no me habían herido. Ahora sí; por eso ahora soy muchísimo mejor actor que entonces” (p. 131).

SARAMAGO José, Levantado del suelo, Santillana 2007. (1ª ed., 1980)


SARAMAGO José, Levantado del suelo, Santillana 2007. (1ª ed., 1980)

             (Propiedad personal).

            “Del suelo se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro”, dice Saramago (Azinhaga, 1922-Lanzarote, 2010).

Son palabras del premio Nobel de 1998 en uno de los libros más emocionantes que he leído sobre el despertar de la conciencia y la esperanza, sobre la explotación, centrada aquí en la de los campesinos en los tiempos aciagos de la dictadura de Salazar, sobre el hambre y las privaciones, sobre la Iglesia y su colaboración con los amos, sobre el compromiso y la valentía callada de los comunistas puros.

Se sitúa en el Alentejo portugués y tengo que decir que me ha gustado más que ningún otro libro de Saramago, del cual he leído casi todas sus famosas novelas posteriores (El año de la muerte de Ricardo Reis, Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres, La caverna, El hombre duplicado, Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte), además de sus memorias de infancia, Las pequeñas memorias, y su guía Viaje a Portugal. Es su cuarta novela, muy diferente a su estilo más conocido, ese largo discurso sin párrafos ni puntos, plagado de abstracciones e ideas muy conceptuales en un discurso denso que no da tregua al lector.

Sin poseer una técnica completamente tradicional, se distingue mucho del estilo de sus obras posteriores, ya que en esta novela de 400 páginas hay: una cierta estructura (se divide en capítulos, aunque no lleven título), personajes bien definidos, distintas voces (aunque la del autor monologando consigo mismo y con los protagonistas ya está bien patente y resulta en este libro muy expresiva) y, sobre todo, la creación realista de un ambiente, un espacio y tiempo vividos de la opresión social y política.

Por encima de otros muchos valores, lo que se destaca es su sensibilidad hacia los oprimidos, llena de ternura y afán de justicia. Es una novela en la que la ideología y el compromiso del escritor quedan patentes, sin que ello disminuya en absoluto su calidad literaria.

            Recojo dos citas en las que la acusación se funde con el uso magistral de la ironía.
 
            En la primera, denuncia la colaboración de los curas con el poder injusto, sus esfuerzos para mantener al pueblo en la sumisión y la reverencia a las fuerzas del orden, en la ignorancia y el miedo, todo ello aliñado con las mentiras y maldiciones contra los comunistas para alejar el menor riesgo de revuelta campesina:
           
Pero el padre Agamedes también clama, Ciertos hombres que andan por ahí sigilosamente sacándoos de vuestro común sentido, y que la gracia de Dios Nuestro Señor y de la Virgen María quiso que en España hayan sido aplastados, vade retro Satanás y abrenuncio, he de deciros que huyáis de ellos como de la peste, del hambre y de la guerra, pues son la peor desgracia que sobre nuestra santa tierra podría caer, plaga digo como la de la langosta sobre Egipto, y por ello no me cansaré de deciros que debéis prestar a tención y obedecer a los que saben más que vosotros de la vida y del mundo, mirad a la guardia como a vuestro ángel de la guarda, no le guardéis rencor, que hasta el padre se ve a veces obligado a golpear al hijo a quien tanto quiere y ama, y todos sabemos que más tarde el hijo dirá, Fue por mi bien, (…) (pág. 136)
 
            La segunda cita relata el ocultamiento de la tortura y más que probable asesinato de un detenido en comisaría. Nos enfrenta de un modo minucioso, tan característico de Saramago (el autor dialoga con el personaje y lo pone en evidencia), a la vil cobardía y a las falsedades de un médico canalla, que traiciona por miedo su juramento hipocrático y su conciencia:
 

Dígame, doctor Romano, médico delegado de salud, jure por la memoria de Hipócrates y sus actualizaciones en forma y sentido, dígame, doctor Romano, aquí bajo este sol que nos alumbra, si es realmente verdad que este hombre se ha ahorcado. Alza el doctor delegado de salud su mano diestra, posa sobre nosotros sus ojos cándidos, es hombre muy estimado en la ciudad, puntual en la iglesia y meticuloso en el trato social, y habiéndonos mostrado su alma pura, dice, Si alguien tiene un alambre enrollado dos vueltas en su propio cuello, con una punta sujeta a un clavo encima de la cabeza, y si el alambre está tenso por causa del peso aunque parcial del cuerpo, se trata, sin duda, técnicamente, de ahorcamiento y, habiendo dicho esto, baja la mano y se va a sus ocupaciones, Pero mire, doctor Romano delegado de salud, no vaya tan de prisa que todavía no es hora de cenar, si es que le queda apetito después de aquello a lo que asistió, hasta me da envidia un estómago así, dígame si no vio el cuerpo del hombre, si no vio las mataduras, los verdugones, las llagas, los cardenales negros, el aparato genital reventado, la sangre, Eso no lo vi, me dijeron que el preso se había ahorcado y ahorcado estaba, no había más que ver, Será mentiroso, romano doctor y delegado de salud, cuándo, cómo y por qué se ha aficionado a ese feo hábito de mentir, No soy mentiroso, pero la verdad no la puedo decir, Por qué, Por miedo, Pues vaya en paz, doctor Pilatos, duerma en paz con su conciencia, forníquela bien, que ella bien los merece, a usted y a la fornicación, Adiós, señor autor, adiós, señor doctor,” (204).

 

CIPOLLA Carlo M., Allegro ma non troppo


CIPOLLA Carlo M., Allegro ma non troppo, Crítica, Barcelona, (2001), 7ª reimpresión, 2009.

       (Propiedad personal).

       Cipolla es catedrático de Historia económica en las Universidades de Pavía y Berkeley.

       El libro breve, 85 páginas y un Apéndice, consta de dos partes. En ambas utiliza un lenguaje matemático de forma paródica para establecer sorprendentes relaciones.

       La primera parte trata sobre los estudios de historia económica. La segunda parte es sencillamente brillante. Se titula “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”. Es una teoría muy divertida y aunque su clasificación de la especie humana en cuatro categorías: inteligentes, malvados, incautos y estúpidos, resulte demasiado generalizadora, uno no se resiste a encuadrarse en alguna de ellas. Su análisis de las personas estúpidas es genial. Aquí la tienes:

       “La persona inteligente sabe que es inteligente. El malvado es consciente de que es un malvado. El incauto está penosamente imbuido del sentido de su propia candidez. Al contrario que todos estos personajes, el estúpido no sabe que es estúpido. Esto contribuye poderosamente a dar mayor fuerza, incidencia y eficacia a su acción devastadora. El estúpido no está imbuido por aquel sentimiento que los anglosajones llaman self-consciousness. Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor. Apetito, productividad, y todo esto sin malicia, sin remordimientos y sin  razón. Estúpidamente.” (p. 77).