El despertador sonó a la hora de todos los días con la sintonía del informativo
de su emisora. Media hora de gimnasia, ducha rápida y un vistazo al periódico,
mientras sorbía el café con leche bien cargado. La rutina de siempre. Estuvo un
buen rato escuchando la voz rotunda del tertuliano de Intereconomía que tanto le gustaba y que no dejaba títere con
cabeza, dando caña y cantando verdades. Le cargaba las pilas, decía.
Sentado en
la butaca de cuero frente al ventanal del salón, con los ojos cerrados y la
cabeza entre las manos crispadas, repasó lentamente los pasos que iba a dar. Se
levantó con la determinación sellada en un rictus de la boca, miró la hora en
su Rolex deportivo y, a través de los visillos transparentes, comprobó el ajetreo
habitual de la calle. Tenía tiempo de sobra para ir andando; era más seguro. “El
tío no va a llegar antes de las diez, por lo menos. Para algo le han ascendido”,
pensó.
Metió el
revólver en el bolsillo y salió de casa.
Caminaba con
paso decidido, casi atlético para su edad. La vista siempre al frente. Hoy su
cara redonda y mofletuda estaba algo más roja que de costumbre. El entrecejo muy
fruncido tras las gafas de sol. Iba concentrado en la marcha, los cinco sentidos
alerta, con la sabiduría del profesional y la experiencia del fugitivo. El
móvil en la mano.
La pistola oscilaba
en el sitio acostumbrado de su pantalón. Le gustaba notar su peso sobre el
muslo y aquel vaivén en el bolsillo que ya formaba parte de su andar. De vez en
cuando, como una antigua manía, metía la mano floja para empuñar la culata y
manoseaba un rato las gastadas incrustaciones de nácar.
A lo lejos, divisó los pliegues de la
enorme rojigualda que ondeaba en la Plaza de Colón. Aspiró una
bocanada de aire y se detuvo un momento a contemplarla: “Han tenido que quitar
el águila imperial y ponerle la puta coronita, pero sigue siendo la mía, qué
coño. Bien que nos la jugamos para defenderla”, masculló rencoroso.
Lo tenía todo planeado. Habían sido
dos reportajes a doble página en la prensa canalla que no dejaban un cabo
suelto: nombres, fotos, documentos. Nada más leerlo, sospechó que sólo podía
ser obra de una sola persona, la misma que le había entregado la otra vez. En
un par de días, hizo algunas comprobaciones y arregló los últimos detalles. “¡Maldito
gusano! ¡Chivato cabrón!”, maldijo. “¡Me la pegaste una vez pero de ésta no te libras!”
Apretó la pistola con fuerza y dejó la mano sobre ella en el bolsillo, disfrutando
como nunca el latido de su odio y el sabor caliente de la venganza.
A la vista
del paseo de La Castellana,
aminoró la marcha, era demasiado pronto aún. Su entrecejo se frunció un poco
más al abismarse en la memoria: “Lo negó hasta el final, pero era de ETA, eso
seguro; o les hacía el caldo, para el caso igual”. Y luego, lleno de rabia, barbotó:
“Y si no llega a ser porque el imbécil de Ignacio se puso nervioso… ¡me canta La Traviata!”
Para hacer
tiempo, fue a sentarse en un banco a la sombra. Se colocó a propósito a
distancia del grupo de jubilados que acaparaban el sol raquítico de marzo, “unos
parásitos”, sentenció, y de los niños, babeantes y gritones, que sólo le
producían asco. Una sonrisa de escepticismo se dibujó en su cara: “Mucho puño
de hierro y brazalete con esvástica, mucho vitorear aquello de anhelo de sacrificio y sed de martirio,
pero a la hora de la verdad, una banda de inútiles que no tenían cojones”. Cruzó
las piernas y se irguió en el banco con la espalda muy derecha, reviviendo
aquellos días casi olvidados que ahora se imponían con fuerza. Eran varios los
atentados importantes que tenían preparados, pero, a última hora, aparecían los
mequetrefes de turno con mil inconvenientes y tenían que suspender la
operación: “Al final, todos se rajaban. Por eso le tocó a ella ser la primera, porque
estaba a tiro”. Se pasó el pañuelo por la frente sudorosa y se le fue la vista
al recuerdo: “Era demasiado joven y bastante guapa la muy hijaputa.” La imagen
relegada como una sombra en un rincón de su cerebro reapareció de golpe: el
jersey violeta lleno de salpicaduras, la cara destrozada, el charco de sangre
en el pedregal del descampado. Y él pegado al volante, como una mole de piedra,
sin poder arrancar el coche. Todavía se acordaba de sus gemidos de niña
pequeña, el espanto de aquellos ojos color avellana, su grito desgarrado cuando
le puso la pistola en la sien.
“¡Aquella
jodida noche!” Algo nervioso, aseguró los cordones de sus zapatos, frotó
primero un pie, luego el otro, contra las perneras del pantalón y rechazó de
plano la emoción que intentaba formarse en su pecho; eso quedaba para los maricones.
Clavó una mirada vacía en el infinito, levantó los hombros y suspiró con
fuerza: “¡Qué carajo! ¡Iba de mosquita muerta, pero de eso nada!” A él no le
temblaba el pulso. A empellones, la obligó a bajarse del coche y, arrodillada
en el suelo, le disparó dos tiros a bocajarro: “¡Había que pararles los pies a todos
los rojos de mierda que pretendían
pasarnos factura! ¡Había que limpiar España de una puta una vez!”, farfulló con
la boca torcida.
Sacó del bolsillo interior de la chaqueta el encendedor de yesca, una
reliquia del pasado, y un cigarrillo rubio de una cajetilla arrugada. Lo
encendió y echó varias caladas con parsimonia, dominando con la mirada los
árboles de la avenida que le parecían soldados en formación. Estiró las
piernas. “Todos los peces gordos que estaban en el ajo se fueron de rositas y
han vivido como duques, gracias a mí.” “¡Éste también, éste el que más!”,
murmuró entre dientes. “Algunos, por la cuenta que les trae, en cuanto salí del
truyo me ayudaron para lo de cambiar el nombre y me han dado mi buen curro como
asesor. Por servicios prestados, nada más faltaba”, se dijo arrogante. Mi experiencia
les viene de puta madre, les comentaba a sus colegas, mientras, entre copa y
copa, se carcajeaba de los polis pardillos, jóvenes y no tan jóvenes, a los que
se encargaba de formar. “Y ahora que todo iba sobre ruedas, ¡tenía que meterse
este judas por el medio y dejarme con el culo al aire otra vez!”, despotricó
rechinando los dientes.
Se levantó furioso
del banco, sopesó el arma entre los dedos dentro del bolsillo y, a grandes
zancadas, atravesó el bulevar hacia el trajín de Velázquez. Desde allí a su
destino quedaba todavía un rato. Sólo se detuvo cuando avistó la fachada de la
Dirección General. Confirmó una vez más que no venía nadie detrás, miró la hora
y avanzó seguro de lo que tenía que hacer y decir. El guardia de la entrada le
hizo un gesto para que no se molestara en sacar el carnet, le conocía de sobra.
Subió las escaleras de dos en dos y no le hizo ningún caso al alto tajante del
secretario con aspecto de gorila. Giró bruscamente la manilla dorada de la
puerta de madera maciza, avanzó a trancos hasta la mesa enorme de patas
labradas y allí se plantó. El comisario, que estaba parapetado tras el ABC, por entre cuyas páginas asomaba su
mano con el ostentoso anillo de toda la vida, levantó la cabeza cana, sin poder
evitar el gesto de la autoridad contrariada en su reposo matutino. De
inmediato, reconoció la inconfundible cara de sapo de su antiguo camarada y abrió
la boca con su nombre en los labios temblorosos. Pasaron unos segundos muertos,
inmóviles los dos. Entonces, él sacó la pistola del bolsillo con parsimonia, le
contempló con el desprecio infinito con que se mira a un traidor y le encañonó.
Ni siquiera
vio su inútil gesto de defensa con las manos. Apuntó primero al centro de la
medalla que ostentaba en el pecho y le atravesó el corazón. El segundo disparo traspasó
una mano violácea y fue a incrustarse entre los ojos aterrados de aquel
miserable que le había vendido para librarse por segunda vez.
[1] Este
relato es ficción, aunque inspirado en hechos reales. Yolanda González,
militante del Partido Socialista de los Trabajadores, fue asesinada en Madrid el
2 de febrero de 1980 por Emilio Hellín, a quien acompañaba Ignacio Abad, ambos
militantes de Fuerza Nueva. Yolanda tenía 19 años. Condenado a 43 años, Hellín
se fugó de la cárcel, fue deportado desde Paraguay donde residió tres años, y
sólo cumplió 14 años entre rejas. Transcurridos treinta y tres años del
horrible crimen, El País rememoró los
hechos junto a la escandalosa noticia de que el asesino, con el nuevo nombre de
Luis Enrique, trabaja en la actualidad para la Policía Científica y la Guardia
Civil. Son dos reportajes firmados por el periodista José María Irujo en las
fechas 24 de febrero y 3 de marzo de 2013.