lunes, 17 de marzo de 2014

MILLER Arthur, “Las brujas de Salem”


(Personal y BUC 820-2 MIL, A bru)

            Es una sorpresa agradable releer una obra y experimentar el mismo o mayor placer que la primera vez. No ocurre con la frecuencia que uno desearía, tal vez sea por las mayores exigencias como lector, quizás por tener más experiencia o porque la vida te cambia los intereses y las expectativas; o por todo junto. Cuando se trata de una obra de teatro, género que no abunda en textos ni en lectores, las ganas de compartir son mayores. Éste es el caso.

            El gran dramaturgo neoyorquino Arthur Miller (1915-2005), publicó esta obra en 1953. Lo más espantoso de este drama tremendo es que está basado en un hecho histórico ocurrido en el pueblo de Salem, Massachussets, en el año 1692.

            Su título original fue “The Crucible” (El crisol). La concibió también para ser leída, sin que ello le reste, en mi opinión personal, ni un decibelio de su enorme efectividad dramática. En los comentarios que inserta a modo de extensas acotaciones, sin citar expresamente al senador McCarthy y su “Comisión de Actividades Antiamericanas”, de la que el mismo Miller fue víctima, establece un paralelismo entre aquella lejana época y su actualidad, entre aquellos “juicios de Dios” y la “caza de brujas” emprendida en la década del 50. Nos comenta: en Norteamérica, las personas que no participan de las opiniones reaccionarias están expuestas a la “acusación de alianza con el infierno rojo”, mientras que en los países comunistas, “toda resistencia es vinculada a los malignos súcubos capitalistas”.

            Efectivamente, las razones profundas de los terribles sucesos, en aquella comunidad de “colonos” cerrada en sí misma, no son otras que los efectos devastadores de la religiosidad intolerante y de la ignorancia de la gente, la capacidad destructiva del fanatismo y la superstición, la resistencia feroz a la discrepancia y a las ideas propias para mantener determinados privilegios. Es decir, en el crisol del poder despótico, todo avance de la libertad se funde, sucumbe, debido al fuego de la exclusión y la represión de quienes se sienten poseedores de una verdad absoluta. Entonces y ahora, la misma historia.

            El diálogo dramático, de notable calidad literaria, avanza fluido en una creciente tensión que se encarna en 19 personajes, bien caracterizados todos ellos. El protagonismo en relación con la temática y la acción corresponde especialmente a Abigail, John Proctor, Elisabeth Proctor, el Reverendo Hale, el juez Hathorne, el Reverendo Parris y la sirvienta Mary:
            Abigail es el factótum de la locura colectiva, actúa por despecho amoroso y por venganza, sin escrúpulos ni límites para destruir a inocentes y alcanzar su objetivo.
            John Proctor representa la independencia y la racionalidad. Es un personaje que evoluciona de forma verosímil y su dignidad final ante el tribunal eclesiástico resulta emocionante. Está dispuesto a humillarse y mentir para salvar la vida, pero de ningún modo a traicionar a los inocentes ni a que su nombre se vea mancillado por los fanáticos. Junto con su esposa Elisabeth, desarrolla un desenlace de tono muy alto y gran carga dramática, uno de los mayores méritos de la obra.    
            El Reverendo Hale es otro de los personajes que también modifica su actitud a lo largo de la obra. Transita, desde la pura sinrazón para mantener su posición hasta el intento de salvarle la vida a  Proctor, pero, y esto es importante, desde la falsedad y la imposición del dogma religioso.
            El juez Hathorne, como el Comisionado del Gobernador Danforth, simbolizan la máxima corrupción de la autoridad y su apego al poder, hasta el punto de que continúan los procesos judiciales y las ejecuciones a muerte cuando las acusaciones se demuestran como falsas.
            El Reverendo Parris encarna al representante de la Iglesia cuya principal preocupación es su prestigio personal, su situación social y las prebendas del cargo o la falta de ellas. Como los otros eclesiásticos, no expresa sentimientos piadosos de ninguna clase sino soberbia, ostentación y afán de poder  sobre todos y cada uno de los miembros de la parroquia, de modo que hasta lleva la cuenta estricta de quien asiste o no a misa.
            La sirvienta Mary es un personaje secundario pero crucial, porque pone en evidencia las debilidades y defectos de John Proctor, que no es precisamente un modelo heroico, lo que le humaniza y agranda el valor de su postura final. También es un exponente del delirio y las alucinaciones contagiosas de las jóvenes que terminan por creer de verdad su propia invención de estar poseídas por el demonio y, finalmente, encarna el terror insuperable hacia Abigail, la autora de los embustes y las acusaciones fraudulentas.

            En el sentido primordial de la obra destaca el fanatismo institucional que representa la Iglesia. Todo lo que está fuera de ella es falso, hay que eliminarlo; por demás cualesquiera otras creencias como las de Títuba, originaria de Barbados (eso es “magia negra”). Su dogma encarna la verdad absoluta. Representa la luz y quien no la ve es arrojado a las tinieblas.

            Sus tribunales de justicia son la expresión máxima de la injusticia y la arbitrariedad: estás conmigo o estás contra mí. La lógica es pérfida: los argumentos no sirven para nada, por el contrario se vuelven en contra del reo indefenso. Las acusadas de “brujas” son ahorcadas si no confiesan que son brujas, sin ninguna prueba. La ley de Dios no admite ninguna clemencia, porque eso la debilitaría y el castigo tiene que ser implacable y perfecto. El personaje del diablo es esencial en los procesos inquisitoriales de esta obra: la extrema inteligencia del maligno explica para los guardianes de la “verdadera” religión las acusaciones más disparatadas, muchas de las cuales, no hay que olvidarlo, escondían la lucha por las tierras, la codicia de algunos y antiguos pleitos entre los colonos.
      
            Es el retrato de una sociedad teocrática y perversa. Para no olvidarnos de su fisonomía y sus raíces, bien conocidas en nuestra historia de Torquemadas y Roucos, y que tan fácilmente prenden también en otras latitudes, viene bien acercase a este clásico contemporáneo, muy representado en los escenarios, como el montaje dirigido por Pedro Amalio López en 1965 (hoy felizmente se puede ver por Internet, como todos los emitidos en el programa de TV “Estudio 1”). Asimismo, ha sido llevado al cine. Entre otras versiones: “Las brujas de Salem” de Joseph Targent, 2006, vídeo disponible en la BUC.

            La siguiente cita muestra a las claras la actitud implacable de los jueces para ejecutar la ley de Dios y sus castigos públicos ejemplares:

            Danforth.- “No atenderé ni un pedido de perdón o de postergación. Aquellos que no confiesen serán colgados. Doce ya han sido ejecutados; los nombres de estos siete se han publicado y el pueblo espera verlos morir esta mañana. Una postergación ahora indicaría un tropiezo de mi parte; una suspensión o el perdón deben provocar la duda sobre la culpabilidad de aquellos que murieron  hasta ahora. Mientras yo sea intérprete de la ley de Dios, no quebraré su voz con plañidos. Si lo que teméis son represalias, sabed esto…: haría colgar a diez mil que se atreviesen a levantarse contra la ley  y todo un océano de amargas lágrimas no podría ahogar la resolución de los códigos. Erguíos, pues como hombres y ayudadme, como tenéis la obligación  de hacerlo por mandato  del Cielo.”